Superviviente de explotación sexual y trata: «Me obligaba a tener sexo siete veces al día»

Cuando Julia pensaba que el infierno era el maltrato y los abusos a los que le sometía su familia no pensaba que pudiera haber algo peor. Cayó en las redes de un proxeneta y su vida se adentró en una espiral de violencia

A los 11 años fue violada por el amigo de su padrastro. Antes de aquel día que aún guarda en su memoria como si hubiera ocurrido ayer, Julia ya había sido maltratada por su madre. Se le humedecen los ojos mientras relata a este diario la espiral de violencia en todas sus formas a la que se vio sometida antes de descubrir que la vida podía ser otra cosa. Interiorizó el papel de víctima sin comprender lo que significaba. Las palizas eran su desayuno, comida y cena. El desprecio, la constante que marcaba el segundero de su reloj. «Nunca hubo una muestra de afecto en mi casa y, con el paso del tiempo y después de aquella violación, sentía que solamente podía conseguir cariño a través de mi cuerpo», cuenta Julia.

La suya es la historia de cómo habitar en el infierno y descubrir que tras él existe un lugar aún peor. «A raíz de esa agresión sexual a los 11 años empezaron a abusar de mí en mi entorno. Recuerdo que fue un vecino del bloque en el que residía en Madrid, un hombre que me doblaba la edad, sería como mi madre, la cual me había tenido a los 17 años. Empezó lanzándome notas por el balcón, se ganaba mi confianza y construyó una relación conmigo a espaldas de mis padres hasta conseguir abusar de mí. Vinieron muchos más, me convertí en el objeto de abusadores».

Julia intentaba llevar una vida de adolescente normal: centrarse en los estudios y salir con amigos. Pero su entorno lo impedía. Además de asistir a clase, debía encargarse de las tareas domésticas y, si no estaban al gusto de su madre, la respuesta era una paliza.

Sola en Madrid

No fue hasta los 18 años, en el momento en el que su progenitora se mudó al extranjero, cuando decidió quedarse en la capital y buscarse la vida. Era vulnerable, no tenía red de apoyo, pero alejarse de la toxicidad familiar parecía un comienzo. Sin embargo, lo peor estaba por llegar.

«Necesitaba dinero porque mi madre no me enviaba nada. Por entonces veía películas y series como ‘‘Sin tetas no hay paraíso’’ o ‘‘Diario secreto de una call girl’’’. Me transmitían que la prostitución era una forma de tener dinero, control y hasta prestigio. Romantizaban la prostitución. Me lo creí». Influida por esos contenidos, pensaba que la prostitución era como acostarse con cualquiera a cambio de una migaja de amor y, además, cobrar por ello. «Creía que yo tendría el control, que era mi decisión el cómo y el cuándo». Error. Se dio de alta en una plataforma y empezó a ejercer a través de un proxeneta que pronto se convirtió en un callejón sin salida.

«Me contactó un proxeneta que me dijo que tenía “perfil infantil” y que explotaría eso. Me obligaba a vestirme como una niña, hacía las fotos y publicaba los anuncios. También me violó. La primera vez que entré a una cita dejé de sentirme persona para convertirme en un objeto». Estuvo meses bajo su control hasta que apareció un cliente fijo, un hombre casado con hijos. Al principio le pagaba, después dejó de hacerlo. La trataba como si fuera su pareja. Durante un año la golpeó, la violó y le repetía que nadie la querría porque era una prostituta. «Me obligaba a tener sexo hasta siete veces al día. Cuando intenté dejarlo, me amenazó con contarlo todo. Lo hizo delante de mis compañeros de clase. Fue humillante, pero también lo que me hizo reaccionar. Ellos me protegieron y me ayudaron a contactar con una asociación para salir de aquello».

Llamada de auxilio

Tenía 20 años y ya conocía el lado más oscuro del ser humano. «Recibimos la llamada de los compañeros de una asociación cultural en la que estudiaba Julia. Cuando la conocimos, lo primero que le pregunté fue: “¿Quieres ser libre?”. Ella, con los ojos llenos de lágrimas, me dijo que sí. Así comenzó su proceso de recuperación», recuerda Carolina Sánchez, presidenta de la asociación Amar Dragoste. Fueron cuatro años en un programa de acogida. «Por primera vez recibí cuidados, terapia, educación y formación. Comprendí que la prostitución no había sido una elección libre, sino la consecuencia de mi vulnerabilidad. Entré en el centro con 20 años y salí con 24. Terminé mis estudios, conseguí trabajo y hace un año me casé», dice ahora con una sonrisa.

Fuente: https://www.larazon.es/

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